Acontecimientos internacionales, como las diferencias
entre China y USA por motivo de los aranceles, y nacionales, como ha sido el
debate por la conquista de la presidencia donde, no predominan las propuestas y
enfoques de política porque esto no es factor para determinar el triunfo
electoral, sí van acompañadas las campañas de discursos programáticos que se
refieren al manejo de situaciones y temas inherentes a la vida nacional. Las
relaciones del Estado con la economía y el manejo de lo público, nuevamente
entran a la vieja discusión que, aunque en matera práctica ya está resuelta y
las acciones obedecen a una de las posturas del debate, en la esfera del
pensamiento y la academia todavía no hay complacencia total por los enfoques
que en la acción institucional se aplican. La gran discusión es hasta dónde
juega el Estado en la economía y en la realización de los eventos institucionales,
en su calidad de rector de los procesos sociales y económicos de la sociedad, la
cual no puede perder, aunque a uno de los bandos en discusión poco le guste la
intervención del organismo.
Desde cuando lo público se sacó del seno del Estado y
se trasladó al mercado, hace ya un cuarto de siglo, las expectativas no han
sido colmadas, por razones globales y por motivos particulares propios de la
cultura colombiana, donde la corrupción interfiere todos los fenómenos
relacionados con el manejo de lo público y cualquier sana intensión se
distorsiona por los desvíos del proceso para favorecer los bolsillos de los
corruptos. Hay casos donde la privatización de lo público en sí, no es
irracional, sino que la intervención de los actores privados y sus maniobras
corruptas, generan efectos sociales perjudiciales. No es tan cierto que el
Estado sea mal administrador, sino que los corruptos desvían la acción de la
finalidad propuesta.
En el Estado postmoderno, y su consecuente ideología
de la postmodernidad, el argumento que prima para juzgar y calificar cualquier
política pública es la racionalidad del mercado. Es el enfoque financierista de
examinar los bienes públicos, colocando los intereses del gran capital por
encima de los aspectos humanistas y el valor de la necesidad humana. Así que la
política es buena siempre y cuando arroje resultados medibles en términos
financieros, aunque en términos humanos sea letal para la comunidad. En el
maneo de los bienes públicos se aplican mecanismos de mercado, donde
intervienen muchos actores privados, que por supuesto, no se someten al
cumplimiento de la ética pública sino a la rentabilidad privada, en lugar de,
como era a mediados del siglo pasado, utilizar mecanismos fiscales para captar
y canalizar los recursos sociales hacia el financiamiento del bien o servicio
de interés general.
Pero lo peor es que ha hecho carrera el
argumento y se ha incrustado en la cultura de las generaciones presentes, las
que no conocieron la universalidad de los bienes públicos, y hoy se considera
un gran pecado proponer que los bienes públicos regresen al seno del Estado, que
se utilicen mecanismos fiscales para sustituir los actuales mecanismos de
mercado y que se imponga la racionalidad humanista por encima de la
racionalidad financierista. Ya la opinión pública, a pesar de que la comunidad
es la beneficiada o perjudicada, cierra los ojos ante los interese de los
grandes grupos financieros y los mercaderes de los bienes públicos y ve con malos
ojos cualquier iniciativa orientada al rescate de lo público de las garras de
las mafias de la privatización que para lograr sus propósitos, recurren al soborno
y otras conductas delincuenciales, que hoy se han convertido en el factor
determinante de la relación entre el Estado y lo público.
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