A mediados
del siglo pasado, cuando el imperio de las multinacionales que habían
implantado el ordenamiento económico mundial que se le conoce como el
neocolonialismo, mediante la intervención de la CEPAL se introdujo en Colombia
el modelo de desarrollo que se le llamó de industrialización por sustitución de
importaciones, en época en que el mundo académico consideraba que industrialización
era sinónimo de desarrollo. Las multinacionales necesitaban explotar el mercado
nacional para lo cual se instalaron en nuestro medio y permanecieron por veinte
años, hasta que recogieron la inversión y depreciaron los activos, todo
fríamente calculado para al finalizar retirarse del país tal como lo hicieron. Algunas
permanecieron aun hasta hoy, debido a la necesidad de sus productos en el país
pero cambiaron de dueño. Para el éxito del modelo, el Estado se volcó a
contribuir con el desarrollo industrial ya sea como socio de las
multinacionales a través de IFI, ya sea como aportante de la infraestructura
necesaria, ya sea como prestador de servicios complementarios a las empresas y
principalmente, con la adopción de las políticas macroeconómicas apropiadas al
desarrollo industrial, que en su gran mayoría era el de las multinacionales. El
privilegio de este sector económico, por lógica razón, debió ser complementado
con el desarrollo de la ciudad, lugar obligado del asentamiento industrial.
Las políticas
y programas del Estado se concentraron en la zona urbana mientras que el campo
quedaba en el abandono. Nunca se formuló una verdadera política agraria y
cuando se realizaron acciones oficiales como la Ley 135 de 1961, la Ley 5ª de
1973 o el Programa DRI de 1974, fue para favorecer a la industria que requería
materias primas, alimentación para sus obreros y consumidores en la zona rural de
los productos industriales; pero en ningún caso, fueron diseños de política
pública orientados al desarrollo del sector agropecuario, que en su seno
encerró una manifestación dual donde una parte, la localizada en las
topografías planas principalmente, permitió la penetración del capitalismo,
mientras la otra ubicada en ladera y montaña quedó sujeta a las limitaciones
del minifundio en una economía de mercado. Así, este fenómeno sumado a otros
factores estructurales, se convirtió en caldo de cultivo para el florecimiento
de grupos armados, cultivos de uso ilícito y otras manifestaciones de la
violencia.
Ahora
con el acuerdo de La Habana, el punto uno abre la posibilidad de formular
estrategias que respondan verdaderamente al desarrollo de la zona rural y el
sector agropecuario, para lo cual se requiere un mecanismo que articule los
veinte planes previstos y la definición de una columna vertebral necesaria para
introducir la coherencia propia de una adecuada política que responda con
pragmatismo a la verdadera necesidad del campo colombiano y la población
asentada, que sea un fin en sí misma y no un medio para lograr otros fines y
que aporte al conjunto del aparato productivo el fortalecimiento suficiente
para elevar la competitividad del país y menor dependencia de las fuerzas
externas, con los beneficios sociales para la población rural dentro de lo que
pueda ser por fin, la formulación de una real política agraria.