sábado, 5 de febrero de 2011

HACE 20 AÑOS

El 4 de febrero de 1991 se iniciaba un proceso que se anunció como la fórmula salvadora de un país que ya por esa época, comenzaba a sufrir los efectos del cambio del modelo económico mundial, cuando el sistema pasaba del capitalismo empresarial que durante dos siglos había prevalecido en el mundo, al capitalismo rentista que gracias al desarrollo de la microelectrónica estaba escalando a pasos agigantados la cumbre del poder político. La Constitución de 1886, que un siglo antes se había implantado calcando las teorías del líder del Partido Conservador inglés Disraeli, para abrirle las puertas a la expansión colonialista del imperio de la Era Victoriana, ya no se acomodaba a los intereses de los nuevos ricos del poder económico mundial que a finales del siglo XX no eran los industriales ingleses, sino los especuladores internacionales del dinero abanderados por los fondos mutuales de inversión de Estados Unidos, que contaban con defensores decididos como John Williamson del Instituto para la Economía Internacional (IIE), promotor del Consenso de Washington. Ya Colombia se había comprometido con aplicar en este país las diez recomendaciones derivadas de la conferencia realizada en noviembre de 1989, pero la Constitución vigente en ese momento, donde la reforma de 1968 de Carlos Lleras Restrepo había actualizado el Estado Interventor Benefactor para favorecer los intereses de las empresas multinacionales, no permitía que el Estado colombiano facilitara la introducción de las directrices de dicho consenso para favorecer ahora al capitalismo financiero internacional. Por lo tanto era necesario cambiar la constitución política y derogar el Estado Formal de Derecho para implantar el Estado Social Neoliberal, tal como ocurrió.

Pero el 4 de febrero de 1991, la sociedad colombiana se llenó de esperanza. La panacea de los males que ya se sentían, aunque no tanto como ahora, era la Asamblea Nacional Constituyente, por lo cual el acto de instalación hacía palpitar el corazón más fuerte y respirar con profundidad porque supuestamente, había llegado por fin, el mecanismo que acabaría con la politiquería, el clientelismo y demás manifestaciones del degeneramiento institucional que se había iniciado en 1958, cuando también por vía constitucional, se había convertido la política en el arte de repartirse milimétricamente los puestos del Estado.

Por esa época no se conocía el trasfondo del fenómeno y a los muchachos de la séptima papeleta se les trataba como héroes, sin que nadie preguntara de dónde salió el patrocinio y el impulso a ese proceso, ni tampoco cuál era el papel del señor Williamson y su IIE de la capital norteamericana. Sólo se pensaba que muerto Luis Carlos Galán, quien encarnaba la lucha contra la politiquería, otra alternativa debía existir para acabar con el clientelismo. Otros pensaban que había sido gracias al M-19 que acababa de reinsertarse, que se había logrado crear el instrumento de cambio que representaba la Asamblea Nacional Constituyente, donde se concentraba supuestamente, lo más granado de la dirigencia nacional hace 20 años.

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