Cuando los
alemanes diseñaron el Estado Social de Derecho, por allá en los años treinta
del siglo pasado, lo hicieron pensando que los derechos eran un elemento
excelso en la organización social y por su majestuoso carácter, todo el
conglomerado humano le rendiría pleitesía y esta categoría ganaría el
reconocimiento y el respeto de todos los actores sociales. Ante la crisis
social derivada de la gran depresión de 1928, los pensadores encontraron la
fórmula de convertir en derechos las necesidades humanas, para garantizar la
atención por parte del Estado y de esa manera salvaguardar las condiciones de
vida de la población, principalmente de los más pobres, quienes se veían en
mayores dificultades para resolver sus necesidades de manera autónoma y sin la
intervención del organismo.
Pero ya en
los años ochenta, los especuladores internacionales del dinero, agrupados en
los fondos de inversión y con el sustento teórico del pensamiento neoliberal,
encontraron en este tipo de Estado la gran oportunidad, o papayaso, para lograr
su propósito de negocio, convirtiendo al Estado en el marrano para asegurar sus
colocaciones de capital, lo cual realizan navegando en el turbulento mercado de
capitales que opera como cordón umbilical para nutrir o desnutrir las finanzas
públicas. Primero, desplegaron un feroz ataque contra el Estado del Bienestar
utilizando engaños y calumnias y luego, impusieron el Estado Social de Derecho,
pero totalmente distorsionado y torcido, con relación a la propuesta de sus
fundadores. Ya no es concebido como mecanismo para garantizar la satisfacción
de las necesidades humanas, sino como instrumento para disminuir el Gasto
Público, una de las dos finalidades de la política neoliberal. En lugar de
brindar a la comunidad bienes públicos como contraprestación del pago de
impuestos, tal como lo hacía el Estado del Bienestar, ahora este organismo
brinda garantía o protección de derechos, pero no ofrece con carácter universal
satisfactores de las necesidades básicas, sino que mediante la focalización,
concede subsidios irrisorios a los más pobres para que estos vayan al mercado a
comprar los bienes públicos cuyos oferentes, en su mayoría, son empresarios
privados.
Ahora llega
el Covid-19 y corresponde al Estado asumir la tarea de brindar la protección a
toda la población y principalmente a los afectados por el paro de la economía.
Pero para ello, justamente, tiene que aumentar el Gasto Público, una función
que no está prevista en la operación del organismo, por lo cual ya no cuenta
con los medios para el efecto, como era el banco central. Ahora el eje de las
finanzas públicas es el endeudamiento por lo tanto para dicho aumento del
gasto, debe endeudarse más de lo que ya está. Entonces se vuelve un círculo
vicioso porque para pagar el servicio de la deuda debe recaudar impuestos, pero
el paro de la economía ha disminuido el recaudo, mientras que el gasto debe
aumentar para atender las necesidades humanas derivadas de la pandemia, por lo
cual debe pedir nuevos préstamos incrementando el saldo de la deuda en forma
desmedida.
Así,
el gobierno se encuentra en una encrucijada ya que requiere incrementar ingresos
tributarios para aumentar la capacidad de deuda y viabilizar los nuevos
endeudamientos; pero la base tributaria está saturada, por la antigua deuda y
porque el paro de la economía ha bajado la capacidad de pago de impuestos. Por
otro lado, la opinión pública reclama que el Estado debe aumentar el Gasto
Público, pero el organismo ya no tiene el Banco de la República para que le dé
la mano; así las cosas y ante la gran crisis social que se avecina por el
desempleo y las necesidades básicas insatisfechas, ha llegado la hora de
realizar el juicio al Estado.
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