Nuevamente este año
electoral, en el que esperábamos algún cambio en la práctica política como
consecuencia de la pérdida de imagen de los dirigentes, se repiten las manías
ya tradicionales en el régimen democrático colombiano. Los aspirantes andan
desesperados buscando el aval, ese artificio que las élites de poder crearon
para cercenar la democracia y limitarla sólo a los círculos cerrados de la
clientela y los borregos, sin el cual no es posible inscribir candidaturas;
pues el cuento de las firmas se acerca más a la utopía que la posibilidad real
debido a los altos costos y al tiempo necesario para lograrlas.
Complementariamente, se dedican a realizar esfuerzos de la mecánica
consiguiendo adhesiones de los microempresarios electorales, de cuya sumatoria
depende el triunfo. Cada líder de barrio o vereda que maneja un grupo de
electores pone su precio, por lo que el asunto político se reduce a la pura
negociación mercantilista. No obstante, como dice Carlos Cañar, “La opinión pública les reclama propuestas y
programas a los candidatos y, por lo que se percibe, la gente no quiere
escuchar más de lo mismo. Es decir, no se refleja nada nuevo en el espectro
político tanto en el escenario local como en el regional”.
Si bien es cierto la Ley 131 de 1994 establece la
obligación de someter a consideración ciudadana un programa de gobierno, las
autoridades electorales y el ministerio público son tolerantes y los candidatos
hacen caso omiso de la norma. Por lo general y para cumplir el requisito en la
inscripción de la candidatura, el día anterior escriben en un papel cualquier
barrabasada que refleja los compromisos de campaña o los discursos del
candidato, pero sin ningún requisito metodológico para equiparar el programa a
un proyecto político, como debería ser según los cánones de la gestión pública
moderna.
No solo por mandado de la ley, sino porque la cabeza
de proceso de todo ejercicio de planificación, como primera fase de la gestión,
debe ser el proyecto político, una campaña respetuosa de la ciudadanía y de las
instituciones, debe darle la relevancia e importancia que se merece el programa
de gobierno. Pero esto no sucede. Pues nadie gana las elecciones con base en un
programa sino a punta de votos y los programas no dan votos. Cosas de la
cultura política criolla.
Por más que se insista ante la opinión pública
en que la confrontación electoral no es entre candidatos sino entre propuestas,
los electores se fijan más en la foto de los afiches que en las ideas que
llevan en la cabeza, pero sobre todo, les interesa más los beneficios
personales que les promete el candidato que el bien común que se obtiene de la
elección, imponiéndose siempre el interés individual por encima del interés
general, por lo cual a los candidatos no les importa dejar en su campaña el
vacío de programas.
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