Después de
1991 se vinieron en racha las normas que creaban piso jurídico a la
descentralización administrativa y hasta 2002 hubo algunos avances que nos
hicieron pensar que era cierto lo de la autonomía municipal y eso de la
elección popular de gobernantes territoriales, que, según el cuento, era para
fortalecer la democracia participativa. En diez años algo se avanzó en esta
materia.
Pero
después de 2002 se comenzó a echar reversa en el proceso y se dejó ver que lo
de la autonomía municipal era una falacia. El argumento fue que las entidades
territoriales no respondieron a su responsabilidad y que su capacidad
institucional era inferior al tamaño del reto, de modo que la Nación utilizando
un método sagaz, durante el segundo decenio desplegó una estrategia para
concentrar nuevamente el poder de decisión en Bogotá: expidió leyes de reforma
a los procesos nacionales pero al final incluía un “articulito” con olor a mico,
señalando que la presente norma en lo pertinente, rige también para las
entidades territoriales, es decir, desde Bogotá se determinaba el qué hacer de
gobernaciones y alcaldías.
Pero la
tapa de la reversa a la descentralización administrativa se ha visto después de
2010, cuando ha ocurrido uno de los más grandes engaños para las comunidades
territoriales, el cual se manifiesta a través de las leyes 1454 de 2011 y 1530
de 2012, mediante las cuales los mismos representantes de los territorios, que
hacen parte del Congreso de la República, se dejaron meter los dedos en la boca
de parte del gobierno nacional.
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