Recordamos
aquel 19 de febrero de 1990 cuando Virgilio Barco declaraba mediante Documento
Conpes que se establecería el modelo de apertura económica para Colombia, con
argumentos que solo creían los economistas que analizan con el método de la
Teoría de los Precios, porque quienes eran partidarios de la Teoría del Valor, no
creían en tan ilusorias justificaciones, a sabiendas de que el nivel de
competitividad de este país, por motivo de la carencia de tecnología propia,
deficiencias en la infraestructura de transporte, ineficiencia del Estado,
insuficiencia de recursos de capital, entre otros, no tenía la capacidad de
afrontar los embates del mercado mundial y que el país terminaría sometido a la
más profunda dependencia del sector externo, deteriorando su autonomía y
menoscabando su aparato productivo con el consecuencial impacto negativo en el
empleo y por supuesto en la pobreza de las mayorías. Hoy, vemos que la
acumulación construida durante un siglo con aporte importante del café, se
esfumó en 30 años y el comentario generalizado es reconociendo que el pasado
fue mejor, cuando con menos ingresos nominales, se tenía mejor calidad de vida que
hoy, con ingresos nominales en millones.
Han pasado
tres decenios y es posible hacer un balance, aprovechando la coyuntura de la
pandemia que ha puesto a pensar a todo el mundo, sobre la realidad presente y
las perspectivas del futuro tanto próximo como lejano, del cual solo hay
incertidumbre porque proyecciones concretas no es posible, salvo que sean especulaciones.
Lo único que se sabe es que las situaciones económica, social e institucional y
también la ambiental no serán iguales a la que existía hasta 2019.
Pero una
enseñanza sí está muy clara hoy. El país no puede seguir dependiendo de las
fuerzas económicas internacionales, sino que requiere fortalecer sus propios mecanismos
de auto sostenibilidad para garantizar las mínimas condiciones de vida a sus
habitantes. Si se quiere tener, hacia el futuro, condiciones favorables para la
subsistencia de la población colombiana, el aparato productivo nacional debe garantizar
el suministro de, por lo menos, los bienes de consumo inherentes a la canasta
familiar. Porque lo que vemos hoy, es que no solo las prendas del vestuario,
que cualquier país produce para su consumo interior, sino los mismos alimentos
agrícolas como la papa y la cebolla, se están trayendo del exterior, mientras
los campesinos están cayendo en la miseria. La importación de alimentos de
primera necesidad, es el más cruel de los efectos de la apertura económica,
acompañados con los TLC, que las élites de poder nacional suscribieron en un
cobarde acto de entrega del país a los intereses extranjeros, ya que ni siquiera
las semillas agrícolas, pueden producir los mismos campesinos.
Por
todo lo anterior, se presume que el primer remesón que se debe dar, es el cambios
de tendencia en los procesos económicos, orientándolos al recate de la
estructura productiva de los artículos primarios. Salvar el campo y las
comunidades rurales debe ser una consigna nacional apoyada por todos los
agentes de la economía y respaldada por los políticos locales principalmente.
Además, el rescate de la producción de las prendas del vestuario, que
constituyen un pilar importante en la economía urbana. El país no puede soñar
con meterse a producir artículos de alta tecnología, pero al menos, debe producir
y autoabastecerse de los bienes de primera necesidad. Pero, para el efecto, se
necesitan políticas de gobierno consecuentes con las verdaderas necesidades
nacionales, sin el entreguismo y arrodillamiento que ha caracterizado los
funcionarios de nivel nacional que comprometen internacionalmente al Estado, en
condiciones leoninas, probablemente a cambio de comisiones y prebendas que les
entregan para usufructo persona, por lo cual hoy calificamos como pésimo el
balance de la apertura económica.
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