Claro que
Colombia es un país violento por idiosincrasia, según se deduce de los hechos
históricos de los dos siglos anteriores, desde la guerra boba, los siete
conflictos intestinos del Siglo XIX, la violencia Liberal-Conservadora y el
conflicto sociopolítico con guerrilla y paramilitares del Siglo XX. Y también
se había visto que en época electoral los actos beligerantes se acentuaban por
el enfrentamiento liberal-conservador, de donde surgió la ley seca y la
militarización.
Pero creo
que nunca antes, desde 1958 para acá, se había visto tanta pugnacidad y ataques
individuales, porque los de rojo y azul eran colectivos, como los que se han
visto en esta campaña electoral. Amenazas y atentados contra candidatos,
ataques a sedes políticas, insultos y riñas en los triviales foros en medios y
universidades, injurias y calumnias en la publicidad y en las redes sociales,
enemistades por causas electorales y en fin, todo tipo de diatribas e
improperios entre unos y otros por defensa o ataque de un candidato, siempre
haciendo referencia a la persona, sus defectos y principalmente su pasado.
Es una
situación preocupante en el seno de la cultura de violencia que reviste al país,
porque puede evolucionar para empeorar con efectos impredecibles. Por ello es
conveniente que quienes tienen posibilidades de hacer algo, traten de implantar
mecanismos para disminuir el nivel de pugnacidad y virulencia en el debate
electoral.
Probablemente,
si se cumpliera con rigor el espíritu de la Ley 131 de 1994, los factores de
violencia serían menores. Es necesario bajar la relevancia al candidato y
elevar la trascendencia al programa de gobierno, para desviar el objeto de la
confrontación hacia propósitos de interés público y alejarlo de los atributos
privados de los candidatos, de modo que baje la posibilidad de concentrar la
atención en el personaje y elevar la mirada sobre la propuesta. Así, los
ataques personales tendrían menor cabida y los factores de violencia serían
menos fuertes.
Con ello
vemos que el Consejo Nacional Electoral tiene gran responsabilidad en la
permisión del caldo de cultivo que gesta la violencia electoral. A pesas de que
existe el piso jurídico basado en la ley, hace falta la reglamentación, el
desglose del espíritu de la norma y los mecanismos prácticos que obliguen a la
aplicación rigurosa del propósito del legislador. Este organismo, en su calidad
de máxima autoridad en el régimen político, podría establecer obligaciones y
prohibiciones que regulen el proceso en el marco del programa de gobierno y
disminuir los factores que alimentan el escenario de la confrontación entre
personajes.
De
otro lado, los partidos y movimientos también tienen su aporte de
responsabilidad, por cuanto se han convertido en mercaderes de avales, para
favorecer intereses electorales futuros yo para alimentar sus apetitos
monetarios, dejando de lado la verdadera filosofía de un partido, como canal
conductor de proyectos políticos y fórmulas para que el Estado responda a los requerimientos
de la sociedad en materia de condiciones de vida. De esta manera entonces,
vemos que si bien es cierto la idiosincrasia, que se alimenta desde el hogar y
en la niñez del individuo durante la etapa de formación del carácter, es una
causa fuerte en los fenómenos de violencia, hay otros aspectos inherentes al
régimen político que también hacen sus contribuciones como culpables de la
violencia electoral.
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