miércoles, 5 de febrero de 2014

UN MITO SOBRE LOS POSGRADOS

Ahora que el tema de la reforma a la educación y que el tema de la calidad educativa siguen siendo objeto de debate, transcurridos ya dos décadas de vigencia de la Ley 30 se dispone de evidencias para evaluar los resultados de dicha norma y examinar los elementos que han arrojado productos favorables y los que aun dejan dudas sobre sus alcances.

Dicha ley contempla una correlación positiva y cercana al valor uno, entre los diplomas que poseen los docentes y la calidad educativa, por lo cual considera que para elevar el nivel de calidad, los profesores universitarios deben tener títulos de maestría y doctorado. Hoy, transcurridos veinte años, en el campo de las ciencias sociales lo que ha surgido son dudas al respecto. Puede ser que en el terreno de las ciencias naturales y la ingeniería dicha hipótesis sea cierta; pero en las disciplinas académicas relacionadas con las ciencias sociales hoy se aprecia que ello permite algunas reflexiones.

La tenencia de una maestría o doctorado por parte de un profesor es prueba contundente de que el docente tuvo el dinero para pagar las matrículas, pero es dudosa la contundencia de la prueba acerca  de que esa persona tenga la sabiduría sobre la materia que el título supone y mucho más dubitativo es ese indicador sobre la capacidad para transmitir sus conocimientos, o sea si es buen profesor. No necesariamente tener título de posgrado garantiza la aplicación de las pedagogías y didácticas apropiadas en un eficaz proceso enseñanza-aprendizaje. Menos en la actualidad, cuando el enfoque que predomina es el de la Formación por Competencias, donde lo que se requiere en el profesor son ciertos atributos y cualidades personales que, independientemente de sus estudios, permitan fortalecer las habilidades y destrezas del estudiante en materia del ser, del saber y del saber hacer.

Como cuando Vicente va para dónde va la gente, el paradigma se ha venido repitiendo mecánicamente durante veinte años, sin detenerse a pensar la veracidad del mismo; tanto que hasta se ha trasladado al campo administrativo y hoy se ven casos de adjudicación de contratos de consultoría, basados en los diplomas del proponente, más que en la sabiduría del mismo y sin tener en cuenta la calidad y pertinencia del producto que ofrece, en un procedimiento totalmente alejado de los cánones de la gestión pública eficaz. Conviene por lo tanto, hacer un alto en el camino y aprovechar el estudio de la reforma de la educación superior para evaluar este y otros supuestos que en 1994 parecían ser dogmas de fe. Más cuando en disciplinas de las ciencias sociales se observan casos de estudiantes que por no disponer de tiempo pero tener dinero para pagar, contratan quién les elabore la monografía, el ensayo o el proyecto de investigación. Por supuesto, quienes poseen estos títulos retroalimentan la institución y hasta inclusive, se ven episodios en debates donde ellos sacan a relucir sus diplomas cuando no tienen argumentos objetivos para defender su postura; o casos también de universidades que han mercantilizado los programas de posgrado, dándole más relevancia a los pagos del estudiante que al grado de exigencia académica, lo cual significa que hoy tenemos una realidad donde se corre el riesgo de estar inmersos en el caso de creación de un mito sobre los posgrados.

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