Ahora que el tema de la reforma a la
educación y que el tema de la calidad educativa siguen siendo objeto de debate,
transcurridos ya dos décadas de vigencia de la Ley 30 se dispone de evidencias
para evaluar los resultados de dicha norma y examinar los elementos que han
arrojado productos favorables y los que aun dejan dudas sobre sus alcances.
Dicha ley contempla una correlación
positiva y cercana al valor uno, entre los diplomas que poseen los docentes y
la calidad educativa, por lo cual considera que para elevar el nivel de
calidad, los profesores universitarios deben tener títulos de maestría y
doctorado. Hoy, transcurridos veinte años, en el campo de las ciencias sociales
lo que ha surgido son dudas al respecto. Puede ser que en el terreno de las
ciencias naturales y la ingeniería dicha hipótesis sea cierta; pero en las
disciplinas académicas relacionadas con las ciencias sociales hoy se aprecia
que ello permite algunas reflexiones.
La tenencia de una maestría o
doctorado por parte de un profesor es prueba contundente de que el docente tuvo
el dinero para pagar las matrículas, pero es dudosa la contundencia de la
prueba acerca de que esa persona tenga
la sabiduría sobre la materia que el título supone y mucho más dubitativo es
ese indicador sobre la capacidad para transmitir sus conocimientos, o sea si es
buen profesor. No necesariamente tener título de posgrado garantiza la
aplicación de las pedagogías y didácticas apropiadas en un eficaz proceso
enseñanza-aprendizaje. Menos en la actualidad, cuando el enfoque que predomina
es el de la Formación por Competencias, donde lo que se requiere en el profesor
son ciertos atributos y cualidades personales que, independientemente de sus
estudios, permitan fortalecer las habilidades y destrezas del estudiante en
materia del ser, del saber y del saber hacer.
Como
cuando Vicente va para dónde va la gente, el paradigma se ha venido repitiendo
mecánicamente durante veinte años, sin detenerse a pensar la veracidad del
mismo; tanto que hasta se ha trasladado al campo administrativo y hoy se ven
casos de adjudicación de contratos de consultoría, basados en los diplomas del
proponente, más que en la sabiduría del mismo y sin tener en cuenta la calidad
y pertinencia del producto que ofrece, en un procedimiento totalmente alejado
de los cánones de la gestión pública eficaz. Conviene por lo tanto, hacer un
alto en el camino y aprovechar el estudio de la reforma de la educación
superior para evaluar este y otros supuestos que en 1994 parecían ser dogmas de
fe. Más cuando en disciplinas de las ciencias sociales se observan casos de
estudiantes que por no disponer de tiempo pero tener dinero para pagar,
contratan quién les elabore la monografía, el ensayo o el proyecto de
investigación. Por supuesto, quienes poseen estos títulos retroalimentan la
institución y hasta inclusive, se ven episodios en debates donde ellos sacan a
relucir sus diplomas cuando no tienen argumentos objetivos para defender su
postura; o casos también de universidades que han mercantilizado los programas
de posgrado, dándole más relevancia a los pagos del estudiante que al grado de
exigencia académica, lo cual significa que hoy tenemos una realidad donde se
corre el riesgo de estar inmersos en el caso de creación de un mito sobre los
posgrados.
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