Lo que hemos visto en los últimos días es un desfile de
precandidatos que andan, la mayoría, lagarteándose el aval para convertirse en
candidatos. En su periplo, conversan, o se toman un café como dicen ellos, para
ver cómo se arman las componendas y los negociados que, también ellos, llaman
“acuerdos programáticos” y que son negocios para definir cómo se reparten el
botín burocrático y los recursos públicos. Eso es normal, pues es la
particularidad del régimen político, que en nuestro medio se llama Régimen
Democrático. Así que no hay motivo para alarmarse, mientras la cultura política
del país posea el bajo nivel que hoy tiene.
El tema principal del proceso electoral es el candidato, o
sea el personaje, a quien los contrincantes le husmean su pasado hasta de la
época escolar, porque, según la cultura política colombiana, el factor que
determina la calidad de la gestión pública y el modelo administrativo del
Estado, son los antecedentes de la persona que aspira a ocupar el cargo de
gobernante. La teoría y los paradigmas de gestión pública lo mismo que las
normas jurídicas que la sustentan, se van para la basura.
Sin embargo existen, tanto la ley como la teoría, que rigen
la operación del Estado y definen los términos para que dicho organismo cumpla
con su misión, de responder a las expectativas de la comunidad en materia de
solución de problemas y satisfacción de necesidades. Pero eso al régimen
democrático no le importa. Lo que prima son los avales y las alianzas entre las
microempresas electorales, para recopilar el volumen de votos necesario para el
triunfo.
Hoy está vigente la Ley 131 de 1994, la cual en su Artículo
3° dice que “Los candidatos a ser
elegidos popularmente como gobernadores y alcaldes deberán someter a
consideración ciudadana un programa de gobierno, que hará parte integral de la
inscripción ante las autoridades electorales respectivas” y en el Artículo
1° establece que “los ciudadanos que
votan para elegir gobernadores y alcaldes, imponen como mandato al elegido el
cumplimiento del programa de gobierno que haya presentado como parte integral
en la inscripción de su candidatura”, de lo cual se deduce el espíritu de
la norma, que otorga un peso muy significativo al programa y al valor derivado
del triunfo entre los que disputan la elección, en razón a que es el elector
primario quien lo impone.
Pero lo que vemos en campaña es que el significado del
programa, que debería ser el centro de la discusión y el eje de la campaña,
pasa a segundo lugar, porque pesa más el aval, el carisma del candidato y sobre
todo, como ellos mismos dicen, “el que tiene la plata”, porque la misma cultura
política de marras, ha hecho encarecer tanto el costo de las campañas, que el
factor determinante no es la calidad humana, la formación académica, la
experiencia administrativa o las competencias gerenciales del aspirante, sino
“el que tenga la plata”.
De todas maneras, quedan
todavía algunas semanas hasta finales de octubre, para ver cuáles son los
programas que ofrecen los aspirantes, los cuales se espera que sean
consecuentes y pertinentes con la realidad territorial, que respondan a los
problemas y necesidades de las comunidades, pero ante todo que sean viables
dentro de la competencias de la entidad territorial, en el plazo del período de
gobierno y bajo los determinantes de los recursos disponibles. Por supuesto,
también se espera que sean soportados con un paquete doctrinario que, a pesar
de la existencia de un Estado y un gobierno nacional neoliberales, permita
aliviar en algo las dificultades de las clases populares y contribuya al
mejoramiento de las condiciones de vida, aunque sea dentro de los alcances y
limitaciones que al gobierno territorial se le permite, por lo cual seguiremos
formulando el interrogante a los candidatos sobre ¿qué ocurre con el
programa?
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