Las
costumbres ancladas en la conciencia colectiva son asuntos tremendamente
rígidos y aunque sean perjudiciales para la comunidad, se mantienen y de manera
estacional, ocurren cada que las circunstancias repiten las condiciones, como
se puede ver este año en la práctica política, donde, a pesar de que son
criticadas y rechazadas por la opinión pública, vuelven y se realizan dentro
del proceso electoral que se avecina.
No
solo porque así lo establece la Ley 131 de 1994 llamada “Ley del Voto
Programático”, sino también porque es concordante con la teoría gerencial de la
administración pública, se supone que el día de las elecciones la ciudadanía
escoge un programa de gobierno para que rija los procesos institucionales de
los próximos cuatro años, por lo cual la parte trascendental del debate electoral
se refiere al Programa de Gobierno que se debe inscribir en la Registraduría,
conjuntamente con la candidatura. Pero, lo que se observa este año es que
nuevamente, la campaña se concentra en las negociaciones y las componendas para
escoger candidato, con el fin de luego mercadearlo con estrategias de marketing
electoral como vendiendo una mercancía en el mercado, con la diferencia de que
quien paga no es quien compra como en los productos, sino quien vende, para
comprar la conciencia de los electores.
Si
nos atenemos a los aspectos conceptuales de la gestión pública, el programa de
gobierno se puede asimilar a un proyecto político; pues la legislación solo
establece la obligatoriedad, pero no define ni detalla técnicamente su
contenido. Por eso, en el pasado los candidatos se limitaban a cumplir el
requisito legal de la inscripción, sin otorgarle la seriedad e importancia al
objeto, muchas veces presentando un escrito cuyo contenido era un salpicón
conceptual, dónde había un revuelto de objetivos, políticas, estrategias,
proyectos, compromisos de campaña, posturas demagógicas y de todo como en
botica, menos la esencia de un proyecto político.
Desconociendo
la importancia del programa, el debate se concentra más en la persona que en la
propuesta y la discusión, por lo general, se dedica a escudriñar el pasado del
personaje para sacarle los cueros al sol, sin importar sus competencias para la
gestión pública y mucho menos, el contenido de la propuesta. Así, se vota por
una persona y no por un programa como considera el espíritu de la ley y la
esencia de la democracia participativa. Claro que a eso se ha reducido la
política colombiana, que hoy se encuentra polarizada entre dos personajes, que
aglutinan a la ciudadanía alrededor de sus posturas en contra: de un lado los
enemigos del uno y al otro lado, los enemigos del otro. Casi no hay partidarios
sino antagónicos.
Mientras
tanto, la comunidad a la expectativa, esperando a ver si de pronto estas
próximas elecciones propician un cambio en las tendencias de las condiciones de
vida, que en todos los territorios se están deteriorando como efecto del
proceso que sufre el país, afectado por las políticas neoliberales de los
gobiernos y las consecuencias del capitalismo global, que desde hace más de
tres décadas, vienen concentrando la riqueza en unos pocos países y en unas
pocas personas, dejando a las naciones subdesarrolladas sumidas en la
desesperanza y afrontando los conflictos internos de todo orden como los de
carácter político, que no muestran un cambio de tendencia, sino que por el
contrario, como se está viendo en el proceso electoral de los territorios,
siempre se repite la historia.
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