Ante el embeleco uribista de unificar los períodos de los gobernantes
territoriales con el del presidente, no se sabe con qué subterránea intensión,
han surgido las posturas que se oponen a la propuesta, las cuales principalmente
manifiestan argumentos jurídicos opuestos a la decisión que ya se aprobó en el
primero de los ocho debates constitucionales exigidos. Porque, de verdad, dos
lesiones a antiquísimos fundamentos del derecho se violan con esa majadería,
como son el de 1648 (Westfalia) donde se estableció que el poder nace del
pueblo, no del Congreso, y el de 1910 (Alemania), cuando se estableció que el Estado
solo puede realizar acciones que tengan normas previamente establecidas, es
decir, que no existen las normas retroactivas. La reforma se pretende realizar
pasando por encima del mandato del elector primario que eligió hasta diciembre
de 2019 y mediante una norma posterior a la fecha de la elección.
Pero muy poco, casi nada, se ha dicho acerca de las conveniencias y la
racionalidad de la reforma en términos de la gestión pública, o sea en el campo
de la respuestas que el Estado debe dar a las expectativas de la sociedad, que
espera de su organismos rector, que propicie el mejoramiento de las condiciones
de vida de la comunidad, para lo cual debe aplicar los más adecuados procesos
de gestión pública, dentro del marco de la democracia participativa, que aunque
es un discurso constitucional, el Estado aún está en deuda con la sociedad
sobre su aplicación y desarrollo. La democracia participativa en Colombia es un
cuento escrito que no se realiza.
Para fortalecer la democracia participativa es necesario ir más allá de
la descentralización administrativa que desde hace tres decenios viene
realizando el centralismo bogotano, en forma atropellada, para adentrarse en la
descentralización política sobre la base del empoderamiento de las comunidades
locales, de tal modo que la unificación de los períodos de los tres niveles de
gobierno, implicaría la modificación de, por lo menos, una docena de leyes más,
comenzando por la Ley 152 de 1994, más la 388 de 1997, más la 1454 de 2011 y
otras más, para implantar los mecanismos de hacer los procesos de gestión de
abajo hacia arriba con políticas públicas Botton Up, totalmente al contrario de
lo que es hoy que se realizan de arriba hacia abajo con políticas Top Down.
Hoy existen unos absurdos técnicos y metodológicos desde el punto de
vista de la teoría de la planificación, como ese de superponerle a una misma
comunidad municipal tres planes de gobierno, uno encima del otro, mal llamados
planes de desarrollo, los cuales constituyen la carta de navegación del
gobierno nacional y de las entidades territoriales, cuya elaboración afronta
varios traumatismos metodológicos por la obligatoriedad de algunas normas y la
simultaneidad de los planes del gobernador y del alcalde. A esto se le suma el sentido
centralista, que es al revés, imponiéndose el más amplio sobre el más bajo,
cuando debería ser al contrario, como dije antes, haciendo la planificación de
abajo hacia arriba para dar cumplimiento a la autonomía municipal consagrada en
el Constitución por motivo de que el municipio es la célula básica del Estado.
El anterior es solo un ejemplo; pero son muchos los argumentos
relacionados con la gestión pública, diferentes a los del derecho, que demuestran
la irracionalidad de esa iniciativa, si ella se aplica de manera aislada o sea
sin el complemento de otras normas inherentes a la gestión, como son las leyes
sectoriales que determinan la operación del Estado y que por ello, debido a la
forma como se está tramitando, es más conveniente para el país, no seguir con
el propósito de la unificación de períodos de gobierno.
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