Es claro y generalmente aceptado, que Colombia necesita cambios o
reformas en varios aspectos de la vida institucional, como son el sistema
judicial, el régimen político, el congreso de la república, la estructura de
financiamiento del Estado, el régimen territorial y el Banco de la República,
entre otros, ajustes que requieren de modificaciones a la Constitución
Política. Pero también está probado en repetidas ocasiones, que a través del
Congreso no es posible realizar estas reformas constitucionales por cuanto los
miembros de esa corporación no legislan considerando en interés general y el
bien común, sino con base en sus propios intereses personales. Es decir,
legislan para sí mismos y no para beneficio del país.
Pero para algunos, quienes no desean cambios profundos en las
estructura del Estado, este mecanismo de reforma constitucional es peligroso,
porque desde 1991 quedó sentada la doctrina de que este órgano tiene poder
supremo, por encima del Congreso y con facultades, inclusive, de cambiar todo
el aparato de Estado como ocurrió en 1991 para facilitar la implementación de
las medidas impuestas por el Consenso de Washington, que la vieja constitución
de 1886 no permitía imponer. Se derogó el Estado Interventor-Benefactor o
Estado de Bienestar con soporte conceptual keynesiano y modelo administrativo
burocrático, y se impuso el Estado Social de Derecho que habían diseñado los
alemanes en los años treinta, con soporte conceptual neoliberal y modelo
administrativo gerencial.
No obstante, en campaña presidencial, el candidato Petro propuso una
Asamblea Constituyente, ante lo cual los rivales se opusieron con el argumento
de que quería montar el Castrochavismo en Colombia. Pero ahora el presidente
del Congreso, un miembro purasangre del neonazismo que gobierna el país, está
haciendo la misma propuesta. O sea desde la otra orilla política.
En
principio pudiéramos decir que sigue siendo válida la salida de las reformas
por esta vía. Pero también mirando las experiencias, como la del plebiscito de
aprobación del acuerdo con las Farc y la consulta anticorrupción, se deduce que
la calidad de la cultura política colombiana no tiene las características
adecuadas para que el elector primario designe los miembros de esta asamblea en
concordancia con las verdaderas necesidades del país. Se corre el riesgo que
nuevamente, con el uso de los medios de comunicación y los métodos sucios del
marketing político, se conforme un organismo corporativo que imponga normas perjudiciales
a los intereses del pueblo y termine ajustando el Estado a la perpetuidad en el
poder de las élites que hoy pretenden ejercer su dominación sin ningún control.
Si la cultura política colombiana tuviera la suficiente conciencia y el pueblo
votara pensando más en el interés colectivo y menos en su beneficio personal
del voto, probablemente esta sería la mejor solución; pero ante nuestra
realidad ideológica, la propuesta de Macías lo que hace es recordar que la
fórmula es conveniente pero peligrosa y con ello reiterar el dilema de la
Asamblea Constituyente.
Las reformas son necesarias conforme la sociedad avanza. Sin embargo si el individuo no válida estas reformas con su honestidad e integridad resulta equivocado y desgastante aplicar una nueva reforma.
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