No se trata del
cuento que trajo Santos a finales de los años noventa cuando llegó al país
imitando al inglés Blair; más bien se asemeja a la propuesta de Max Neef con el
tema de la economía descalza, que en el argot popular se resume en que ni tanto
que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre.
Con la reforma
tributaria se impuso la renovación anual de la matricula mercantil a las
sociedades civiles, todas sin ánimo de lucro, las cuales antes de la reforma no
tenían esta obligación. Ha sido tema este del registro mercantil, objeto de
debates desde tiempo atrás, cuando se busca la formalización de las actividades
económicas por parte de las pequeñas unidades que realizan actividades en el
mercado. Por supuesto, las cámaras de comercio, organizaciones privadas que
ejercen la función pública del registro, lo celebran a toda costa por cuanto
esto les reporta importantes ingresos, que esas entidades utilizan
principalmente para construir suntuosos edificios y pagar jugosos sueldos a su
personal directivo; pues la evidencia no muestra retribuciones significativas a
quienes pagan dichas monstruosas y salvajes tarifas de la matrícula mercantil,
que cuando se las aplican a la microempresas, se convierten en el primer factor
castrador de los impulsos de emprendimiento tan destacados en la moderna teoría
del desarrollo.
Tras de gordo
hinchado. Si una queja generalizada en Colombia es la debilidad de la sociedad
civil, sin la cual no es posible ni la democracia participativa, ni las política
públicas, ni la cogestión del desarrollo, tanto que el Estado mediante la ley 743
de 2002 y demás normas complementarias, trató de convertir la sociedad comunal
en sociedad civil por la necesidad histórica de este tipo de organizaciones
sociales, la reforma tributaria establece un mecanismo que en lugar de
fortalecer la sociedad civil, se encargará de enterrarla debido a los altísimos
costos de las tarifas de las cámaras de comercio y con ello la imposibilidad de
renovar el registro.